domingo, 7 de diciembre de 2014

Crisis de infelicidad.

Como cada mañana, Jacinta González, se levanta a las ocho, riega sus plantas, da de comer a su canario, que se llama "Pichón", se asea, desayuna y va a por el pan. La gente de su barrio la conoce y la saluda, es Jacinta, de toda la vida, la viuda de Tomás, la madre de Sole y Lorenzo, los de la pescadería. Jacinta es amable y de fácil sonrisa. Siempre viste de  negro, o de gris, o de azul oscuro. Tiene el pelo blanco, un moño y un viejo monedero que siempre lleva bajo el brazo. Jacinta sale de casa cada día alrededor de las nueve y media, pero nunca vuelve antes de las doce; en la panadería se entretiene charlando con la dependienta, luego toma café en el bar de Isidro con sus amigas, va a misa, pasa a ver a sus hijos, compra pescado... Y, cuando sube a casa, ya ha cruzado un montón de saludos y palabras. Jacinta, que casi tiene 80 años, tiene la alegre simpatía de una chica de quince.

Pero aquel 9 de diciembre, algo sucedió que cambió la rutina de Jacinta. Al llegar a su casa, con su monedero bajo el brazo y sus bolsas de la compra, se encontró la puerta abierta, los bomberos, la policía... y la amenaza que llevaba meses recibiendo hecha realidad. La estaban desahuciando. Aquellas cartas que la avisaban de que eso pasaría por los impagos de sus hijos, que habían necesitado su aval para abrir la tienda, eran el secreto mejor guardado de la mujer, que nunca quiso decir nada para no preocuparlos. Bastante tenían ya con la mala marcha del negocio.

Y este ejemplo inventado  bien podría ser real. Y es sólo una gota del gigantesco mar de infelicidad en el que se ahogan miles de ciudadanos por esta crisis que vivimos. Por si algún día superamos este horrible bache económico, empiezo ya a pedir un poco de alegría. Hay muy poco consuelo para tanto mal.